Hormiguita estrellada

Acomodó sus lentes que no le quedaban mal y le daban un aire de suficiencia. Parecía de esos tipos que nunca le hablan a nadie.
Así como otros, allí estaba aquel celular. Negro, pequeño y mudo. Que si préstame para llamar; No, no tengo saldo; ¿Tienes una tarjeta telefónica que me prestes?; No, no tengo; Es que estos celulares son una ruina…
Una hormiga estaba frente a todos. Con su pata izquierda trataba de empujar una pizca de azúcar que estaba allí y que cayera de uno de los panes dulces que comía Marisol. Era madre de dos carricitos que esperaban aquellos panes con su padre, en el parque que estaba frente a la panadería. 
La lluvia llegó sin invitación y, como si fuese la peste, espantó a la gente. Los celulares seguían a sus amos, prendidos a sus cinturas o ahogados entre sus manos. La hormiguita tuvo suerte porque la brisa que llegó con la lluvia empujó la pizca de azúcar unos cuantos metros en dirección a su cueva; pero como ya el suelo estaba mojado, el granito empezó a diluirse y su precioso hallazgo azúcar y agua se volvió.
Él miraba hacia los lados. Esperaba a alguien. A pesar de la lluvia, una niñita, de unos nueve años, salió de la panadería. Llevaba dos bolsas debajo de su brazo y con la otra mano sujetaba una cadena que a su vez sujetaba a un perrito, de esos casi dejados en cuero que, para él, se ven ridículos. El joven miró al perrito y le echó malos ojos. Parecía frustrado. Quizá le estaban echando el carro. Sonó un celular y por reflejo llevó su mano derecha a su cadera. No era el suyo. Lo supo enseguida; pero su impaciencia era mayor. La niñita volteó para ver a quien ladraba el perrito. 
Seguía lloviendo y la mayoría de la gente detuvo sus pasos, guareciéndose en las entradas de cuanto local estuviese disponible. Así, panaderías, zapaterías, cafés, librerías y hasta iglesias, súbitamente se vieron colmadas.
La hormiguita, para decidir hacia donde escalar y escapar del agua, que ya se le venía encima, tuvo ante sí dos pantalones negros de hombres, las piernas lampiñas de la niñita, los perniles regordetes de una dama portuguesa, las piernas peludísimas de un jugador de fútbol y las torneadas piernas de Marisol. Optó por las veinteañeras extremidades de la muchacha, las cuales, como su propietaria andaba en falda, dejaban ver un camino precioso.
Por fin llegó la esperada llamada. No, no puedo, hay mucha cola, por la lluvia, tú sabes; No, no me hagas esperar más; Sí, pero no es mi culpa, es la lluvia; No, no importa yo te espero; Sí, pero no sé decirte cuando estaré allí, hay demasiada cola. Cortó la llamada con rabia. Le arrechaba que la lluvia lo arruinara todo. Después de tanto esperar. 
El perrito siguió ladrando. La hormiguita se detuvo y miró la escena. Todos, excepto la niñita, veían caer la lluvia y esperaban resignados a que dejase de caer. Los carros pasaban y el parque se veía desolado sin los chiquillos que diez minutos antes retozaban en sus columpios y toboganes pintados de rojo y verde.
Marisol, entretenida por la situación, no sentía como la hormiga exploraba sus bellas piernas, adentrándose en zonas prohibidas y donde era tan fácil hallar calor. Y el color negro de sus pantaletitas era confortable porque el frío de aquella tarde exigía rincones íntimos y cálidos como los suyos.
El olor del café llegó a su nariz y la muchacha giró para mirar dónde lo servían. Decidió comprar uno. Fue a la caja y pagó por éste. Cuando trató de retroceder para ir donde se lo servirían tropezó con el joven de los lentes, porque éste, pensando en su malograda cita no se percató de que la joven avanzaba hacia él.
El golpe, suave, fue inevitable. Disculpe, dijeron al mismo tiempo. Ya la lluvia empezaba a cesar. La hormiga se prendía con firmeza a la coqueta orilla de la pantaleta de Marisol. Miraba hacia el piso y le sorprendía la rapidez con que veía desplazarse todo. 
La muchacha consumió su café con pan dulce y emprendió la marcha. El joven siguió allí, impaciente y molesto. Pero, tal vez fue la lluvia, el tropezón con Marisol o su propia frustración que le hicieron entender que era importante practicar esa plegaria que dice “Señor, concédeme la serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar; Valor para cambiar lo que sí puedo y Sabiduría para reconocer la diferencia”. Entendió que llevaba años viviendo de espaldas a esas recomendaciones. Suspiró profundamente y decidió tomarse un café y seguir esperando sin molestarse, dándose permiso para disfrutar de lo que sucedía a su alrededor. 
Mientras aquel muchacho crecía a pasos de gigante, Marisol saltaba algunos charcos, lo que fue fatal para la hormiguita, pues tantos estirones terminaron por marearla y, sin poder más, aflojó el borde dorado de la prenda íntima de Marisol y, con gritos que nadie oyó, cayó contra el piso mojado de la acera que está enfrente a la Panadería, a sólo diez metros del parque, donde esperaban sus panes los dos niños de Marisol.

Autor: Pedro E. Bastidas P.

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