Aquella navidad nos transformó

La navidad se me hace un revoltijo de recuerdos y emociones. En esta cena recuerdo cómo nació esta fundación de la que hoy entregamos la dirección a nuestros hijos. 

Es hora de darle paso a nuevas ideas. Lo harán muy bien. Son tenaces y sensibles, como sus madres y padres.

En aquel diciembre de 1963 mis dos amigos y yo estábamos muy preocupados porque no teníamos dinero para comprar la ropa de estreno. Y eso si que era importante para unos adolescentes. Ganábamos algo haciendo pequeñas cosas, pero ni juntándolo daba para comprarnos unos calcetines. Nuestras familias no tenían tampoco. Y la formación que nos habían dado impedía pensar en formas ilícitas de obtenerlo.

Así que sólo nos quedaba imaginar una manera legal y decente de producir ese dinero para comprarnos pantalones, camisas y zapatos. La televisión, con sus mensajes, aumentaba nuestra desesperación.

Propuse trabajar en un supermercado embolsando las compras y llevando los carritos de las señoras. Pero necesitaríamos permisos de nuestros padres, quienes no sabían firmar. Juan dijo que lavásemos carros. Quiso el clima sabotear su idea porque, contra la costumbre, comenzó a llover casi a diario. Tomás propuso hacer y vender pasteles, pero no teníamos dinero para comprar los ingredientes.

Faltando dos semanas para la navidad, estábamos sin dinero y sin ropa de estreno. Nos sentíamos los adolescentes más infelices del mundo.

Ya resignado me sumergí en mis novelas que tanto me gustaban. Por suerte, libros sí que me sobraban. A mi padre le regalaron dos cajas repletas de novelas famosas en una casa donde hizo unas reparaciones. Al azar escogí una. Y allí conocí a William Faulkner, quien nos daría una solución.

La trama era la de un hombre y un muchacho de once años que se apropian sin permiso del automóvil del abuelo de éste y se van de viaje a ciudades cercanas. En el auto se les cuela un ayudante. Viven unos días de aventuras. Entonces leí que un hombre había construido un lodazal y con frecuencia los pocos automóviles de la época (1905) quedaban atascados allí. Al rato pasaba con sus dos mulas y ofrecía su servicio de remolque por seis dólares. La gente protestaba, pero era pagar o quedarse allí.

Al leer eso corrí donde mis amigos y les leí esa parte. Hagamos lo mismo, dije. Aprovechemos que llueve a cada rato. Pero Tomás señaló “nosotros tres no tenemos la fuerza para empujar un carro, con lo flacos que somos”. José remató “y no tenemos mulas, cuerdas ni caballos”. Derrotado por sus argumentos, cerré la novela con rabia.

Pensamos en otras formas: poner tachuelas en las calles para que se desinflaran llantas de bicicletas y repararlas después, lavar carros, vender periódicos, etc. Pero ninguna era posible materialmente o, si lo era, estaba mal hacerlo.

Entonces, Tomás recordó que el año anterior su hermano mayor ganó un buen dinero pintando la casa de su profesora. Salió corriendo a preguntarle si haría lo mismo o si había una oferta para nosotros. El hermano le dijo que al día siguiente comenzaría a pintar otra vez la misma casa. Pero que la vecina de la profesora estaba buscando quien hiciera el mismo trabajo.

Nomás dijo eso nos pegamos a él como garrapatas, rogándole que nos llevara a hablar con esa vecina. Nos llevó y acordamos con la señora pintar su casa. Ese mismo día comenzamos a trabajar. Las noches se nos iban en soñar con nuestra ropa nueva, ganada con nuestro esfuerzo.

En cuatro días ya la habíamos dejado como nueva.

El día que terminamos estábamos locos de contentos. En esos momentos, cuando nos pagaban, llegó una señora en lamentables condiciones, con tres niños. Se notaba su necesidad de ropa y comida.

La señora de la casa le regaló algunas cosas. Mis amigos y yo, sin decir nada, nos sentimos impactados por lo que habíamos visto. Es verdad que en nuestras casas había humidad, pero no a ese grado.

Nos fuimos, pero llevábamos el alma rota.

Hasta que no pude más y dije “Muchachos, sé que nuestro deseo es comprarnos ropa con este dinero. Pero hay gente que no tiene un pan para comer”. ¿No será mejor que este dinero sirva para que algunas personas coman unos días?

Juan me interrumpió: “Pero, es que nos ha costado tanto, es nuestra ilusión y nos lo merecemos”.

Tomas dijo “ambas cosas son verdad. A mí también me ha dolido ver a esa señora y sus hijos en esa situación”.

Dije “pero si quisiéramos ayudarla no sabemos dónde está”.

Tal vez pasa por allí todos los días, señaló José.

Dijo Tomás: "Bueno, pensémoslo bien por hoy, y mañana decidimos". 

Esa noche no dormí. Había en mí un conflicto entre mis deseos de comprar mi ropa y de ayudar a esa señora y sus niños. A mis amigos les sucedía igual.

Los tres elegimos ayudar a la señora. Pero, como era un asunto difícil para nosotros, pedimos apoyo a la señora a quien pintamos su casa.

Ella, que era de un gran corazón, lloró cuando le comentamos nuestros planes. Pero se opuso diciendo que sí compraríamos ropa y comida para la señora, pero con su dinero. Y de paso nos acompañaría a esas compras y a que compráramos nuestras ropas con el dinero que habíamos ganado pintándole su casa.

Quisimos protestar, pero no nos escuchó. Nos hizo subir a su automóvil y fuimos a comprar. Nos dijo que nuestra intención hablaba de lo grande de nuestro corazón y que merecíamos estrenar ropa por nuestro esfuerzo, honradez y generosidad y que, como la vida era buena con ella, quería compartir de lo suyo con esa señora y sus niños.

Hoy, mis amigos y yo, viejos y cansados, estamos entregando a nuestros hijos la dirección de esta fundación, que lleva el nombre de esa gran benefactora.

Y yo estoy recordando el inicio de esta labor. Estoy seguro de que en ellos están los mismos recuerdos y sentimientos de aquella lejana navidad, cuando se nos sembró ardientemente este deseo de ayudar al prójimo.

 

 

 

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