Somos nuestra historia...

Unos segundos después de terminar este concierto, donde presenté mi nueva canción de navidad, ha reventado la tercera cuerda de mi guitarra. Inmediatamente, he recordado algo importante de mi infancia. Llevaba tiempo sin pensar en eso. Me doy cuenta de que allí nació el músico que hoy soy. 

Todas las tardes se escuchaban las canciones mal entonadas de Jacinto. Cantaba rancheras y boleros. La guitarra casi se le caía a cada rato. Abría los ojos y temblaba como si estuviese muriendo y, más que cantar, gritaba. Estaba borracho siempre.

Aún recuerdo estos versos de una canción: “que pases tu día contenta, junto con tus amistades…”. Yo era un niño y no entendía el dolor que allí él cantaba. Hoy ya lo sé. El amor a veces duele.

A mis dos amigos y a mí nos unía el gusto por la música. Y la guitarra de Jacinto nos parecía fascinante. Yo, en especial, tenía un oído muy fino. Sabía que algunos acordes no sonaban bien, que cuando pulsaba alguna de las cuerdas sonaba mal.

Le temíamos porque siempre estaba borracho. Nos decían que no nos acercáramos a él ni a desconocidos. Así que le oíamos desde lejos.

Nuestro sueño era tener una guitarra y tocarla. En la escuela veíamos Educación musical y ya conocíamos las notas. Entonces decidimos resolver el problema de la guitarra de Jacinto.

¿Pero, cómo hacer?

Como siempre estaba borracho era imposible acercarnos. Si le decíamos a un adulto, no nos entendería. Y no teníamos dinero para comprar una cuerda. Tampoco sabíamos si realmente era una cuerda rota o colocada incorrectamente.

¿Cómo le ayudaríamos?

Era diciembre, navidad, mes de regalos, hallacas, alegría y de mi cumpleaños.

Me arriesgué y pedí a mi hermano que investigara sobre la guitarra de Jacinto. Como era diez años mayor no le tenía miedo. Se sorprendió, pero nos hizo el favor de averiguar. Era la tercera cuerda de arriba hacia abajo que estaba a punto de reventar.

Seguían las dificultades. No podíamos ir al centro de la ciudad a comprar una cuerda de guitarra. Una solución sería pedirle ese favor a nuestra maestra de música o a mi hermano. Pero ya estábamos de vacaciones escolares. No teníamos el dinero y yo temía que mi hermano nos lo quitase, comprándose algo para él. Ya lo había hecho con otro de mis hermanos. Por eso, y porque siempre me delataba con mis padres, no le tenía confianza.

Mis dos amigos no tenían dinero para comprar la cuerda. Yo me ganaba algo limpiando una bodega. Pero no tenía nada guardado. Y además, seguramente, no alcanzaría.

Queríamos hacer algo bueno por Jacinto y no podíamos.

Entonces, llegó una parte de la solución. En mi cumpleaños me regalaron varias cosas. Sabíamos que no estaba bien vender algo que te regalan. Decidimos que valía la pena hacerlo. Así que hablamos con el dueño de una juguetería y le ofrecimos en venta dos de los juguetes sin estrenar. Nos prometió cien bolívares por los dos, siendo su valor de cuatrocientos. No se molestó en preguntar de dónde provenían, por qué los vendíamos ni por nuestros padres. Negocios son negocios, habrá pensado.

Esos cien bolívares eran una fortuna para ese momento. Ni mis amigos ni yo habíamos tenido esa cantidad nunca.

Ya tendríamos el dinero, aunque no sabíamos si alcanzaría para comprar la cuerda. Pero, para tener ese dinero había que resolver otros problemas. ¿Cómo haríamos para sacar los juguetes de mi casa? Rápidamente se darían cuenta, porque no cabían en un morral.

Dios quería ayudarnos. Una tarde quedé solo en casa. Inmediatamente llamé a mis amigos y nos pusimos en acción. Ellos se los llevaron. Pero regresaron preguntándome que qué dirían en sus casas ante esos juguetes que no les pertenecían. Otro problema en que no habíamos pensado.

El Diablo quería que Jacinto siguiese borracho y triste, tocando una guitarra que no sonaba bien.

Otra vez Dios metió su mano. Llegó a casa mi tío favorito. Venía a conversar algo con mi madre. Se quedaría dos días. Le conté nuestro plan y se ofreció a ayudarnos. Me dijo que lamentablemente no tenía dinero. Pero que podría ir a vender los juguetes, comprar la cuerda y guardar el secreto. Así que esa misma tarde fue y los vendió. Y cuando salía a comprar la cuerda se topó con mi madre, quien lo acaparó el tiempo restante. Al día siguiente le llamaron de su trabajo y se marchó antes de lo esperado.

Mis amigos y yo estábamos algo contentos y muy frustrados al mismo tiempo. Aún oíamos a Jacinto cantar y tocar esa guitarra que no sonaba bien. Dolía ver sus ojos desorbitados y escuchar su voz borracha, mientras rasgaba esas cuerdas. Tal vez a otros niños eso les parecería repugnante o no les importaría. Pero a nosotros nos seducía esa música que, aunque mal ejecutada, estaba llena de su drama, de su dolor, de su despecho.

Como caída del cielo apareció nuestra maestra de música. Como yo había representado a la escuela en un festival de canto, me trajo un regalo de cumpleaños en nombre de la escuela. Nada más y nada menos que… una guitarra. Casi me desmayo de la alegría. Y mis amigos también.

Nos reunimos para decidir qué hacer. ¿Sería mejor comprar la cuerda, intercambiar las guitarras o regalársela a Jacinto? Estas dos últimas opciones las descartamos, pues  mis padres no lo permitirían. No tanto por la guitarra, sino porque era un regalo que me había dado la escuela.     

Se me ocurrió esta idea, que me pareció perfecta cuando la pensé: intercambiar la cuerda dañada de la guitarra de Jacinto por la cuerda de mi guitarra. Pero la mejor idea en el papel es la más difícil de concretar. ¿Cómo hacerlo?

Solamente quedaba la opción de fiarnos de mi hermano y pedirle que canjeara las cuerdas. Temblando de miedo lo hice. Y para nuestra sorpresa nos ayudó sin delatarnos.  

A partir de ese día la guitarra de Jacinto comenzó a sonar muy bien. ¿Y la mía? Podía esperar.

    

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